Donde se ve cómo es que la muerte le da sentido a la vida y que sin muerte no hay vida
“Jaliscoo, Jaliscooooo. Tú tienes tu noviaaaa...”
Él llegaba para interrumpir los juegos, a desbostezar las charlas; a descontinuar lecturas, en las tardes calurosas del San Luis de los 60’s. En las sinfonolas sonaban las notas de la “música para locos” –como llamaba mi madre al Rock and Roll-, y los batos andaban felices, realizados con sus Canada nuevecitos o recién boleados; con su llavero del zapatito plateado y el trapito para limpiar, en cada cuadra avanzada, el polvo encimado en el par de zapatos negros; sin faltar el calcetín blanco –muy a la moda-, cuando la moda era, también, usar el gran copetón a la Elvis (mientras más abultado y echado pa’ delante, mejor), aunque se tuviera que quedar ahí medio pomo de brillantina: Glostora o Palmolive; y los más acá: Fitch (fuchi, decía mi hermana).
Él llegaba, mientras que la plebada del barrio – o sea, nosotros- iba a la mitad del juego de beisbol; en plena calle (Revolución 2 y 3), al fin que ¿cuál carro pasaría por ahí sin quedarse atascado? Y habría que llamar a Don Lupe, el cuidador del edificio de la CTM, en la esquina de la tercera para que con un balde lleno de agua y una pala se diera a la tarea de “desatascar” la nave del intrépido navegante novato, quien de seguro, una vez a salvo se dispararía una sola soda para todos, pero ¿qué importaba?, con tanto calor y el juego esperándonos y el Rafailito venía. Y a la mejor nada de eso era cierto y nos encontrábamos jugando en el Gin de enfrente, con un ojo en la pelota “pichada” y el otro en el horizonte, cuidando que no llegara el velador manco con su reloj marcador colgado del hombro, quien nos haría correr (echos la mocha), quitándonos el gusto de seguir dando los chingonométricos saltos de rana en el montón de semillas de algodón que llegaban por tubo desde la despepitadora, y a donde caeríamos desde aquel a la pila de semillas, hundiéndonos así hasta el pescuezo.
Lo divisábamos desde lejos con su pantalón guango, mugroso, caído hasta las debajo de las caderas –Cantinflas norteño-; arrastrándolo y pisándolo con los talones. Con su camisa manga corta, a cuadros, abierta, muy usada; con un gran balero, de los de a dos pesos, agarrándolo por el mango, y colgado en el extremo de una piola muy larga, la cabeza del balero.
Aparecía brincando, alternando varias veces los pies hasta dar un adicional brinco corto al caer. Siempre riéndose, con risa estúpida; sus ojos volteados invariablemente hacia arriba. Sólo los bajaría al vernos llegar en bola a recibirlo, rodeándolo. Habiendo dejado todo: el Gin y su vigilante manco; la pelota, los guantes, el bat y semillas tirados en la calle; provocando con ello que el Gordo –dueño de casi todos los implementos beisboleros-, enojado nos gritara leperadas. Y no importaba que nos siguiera por toda la cuadra diciendo a voz alta que no nos volvería a prestar nada. En ese rato nosotros sólo pensábamos en ir al encuentro del Rafail (así le decían). Tenía tipo como de gente del Sur –fácil de notar en aquellos años-. Se veía de complexión fuerte. Tenía el pelo lacio –muy rebelde- parado del frente y atrás su buen gallo. Era semilampiño, no se rasuraba pero nunca se le vio con barba o bigote. Los perros, tan abundantes en el barrio, lo respetaban. A él no le ladraba el Lobo, que era tan bravo con los extraños; parecía saber que era inofensivo.
Tenía esa edad indefinida que se ve en los dementes que desarrollan gran actividad física: quizá veinte años, treinta ...nunca lo supimos; como tampoco de dónde realmente venía, o vivía; para nosotros era solamente el Rafailito –así, en diminutivo, como se les dice a las personas buenas-. Cuando llegaba, las mamás y las comadres dejaban de hacer tortillas de harina y la plática para asomarse a ver el alboroto que armaba el Rafailito; nuestras hermanas tiraban la Novela semanal o el Lágrimas, risas y amor (no sin antes doblarle la esquinita de la página), aunque el vagabundo malo -el que no tenía la enorme cicatriz en la espalda- estuviera a punto de hacer caer a la muchacha hermosísima y rica, para sumarse al pleberío. Todos nosotros sin camisa y pata’rais, aunque el sol estuviera soplando lumbre y la tierra, al punto del derrite. ¿Y para qué zapatos?, si se hundían los pies en esos arenales –pomposamente bautizados como Avenidas; y no le hace que trajéramos botines, la arena se escurría como agua y penetraba hacia el interior del zapato, anidando entre los dedos de los pies y formando esa peste que se liberaría cada noche antes de acostarnos.
-Rafail, Rafail –le preguntábamos casi a coro- ¿Tienes novia?-. Sus ojos se movían de un lado a otro, acentuando su risa estúpida y decía: -Sííí.
-¿Y para qué la quieres –gritaba uno.
-Pa’casarme con ella –contestaba emocionado, al mismo tiempo que daba un medio giro con gesto de vergüenza.
-¿Y para qué más –volvía a decir el mismo u otro que ya se sabía el papel.
-Pa’que me lave.
-¿Y qué más? –Ahora sí, a coro preguntábamos.
-Pa’que me planche, je, je, je... –decía y su risa se volvía más estúpida todavía.
-¿Y qué más? –nosotros al borde del paroxismo.
-Pa’que me haga la comida –y empezaba a babear.
-¿Y para qué más? –seguíamos preguntando, dando brincos por la emoción y con fuertes carcajadas.
-Pues, para...para –Ya no contestaba sino que se agachaba y, tapándose la boca con el brazo izquierdo, sin soltar el balero se reía apenado hasta el límite de la emoción. Entonces también nosostros nos carcajeábamos a todo lo que daba, dando debrincos y agarrándonos el estómago para que no se fuera a ir, por ahí, la risa.
Era por el tiempo de cuando el pueblo nomás llegaba hasta donde está la Secundaria 22; cuando por el sur el límite era el Zumbido y la Calzada Constitución era la Carretera; cuando había plaza de toros y en el cine Maya exhibían: Yanco (película muda que me traumaría al dejarme esperando por el sonido que nunca llegaría). La recompensa mayor era el tarro de root beer helado que mi padre me compraba en la esquina de la Obregón y primera.
Fue la época en que mi hermano mayor era mi ídolo; cuando el más fregón era el que mejor tirara las patadas. Yo imitaba en todo a mi hermano y siempre estaba al pendiente de cuando llegaban sus amigos en un Chevy’ 55 por él para irse a “dar la vuelta” o a La espiga de oro, por si había que darse un tiro con los de Las palmitas; o bien, para irse al baile donde tocaba el Paco Florey, aquel que se doblaba hasta llegar hincado al suelo, sin dejar de tocar ni perder el ritmo; echando el cuerpo hacia atrás mientras cantaba La bamba, o bien se afanaba con el requinto o tocaba las cuerdas con los dientes –antes que Hendrix lo popularizara.
-Canta una canción, Rafail.
-No sééé –Y volvía a medio girar el cuerpo.
En ese rato trataba de ensartar el balero en el mango. Invariable e intencionalmente se golpeaba con aquel la cabeza para soltar una exclamación de dolor-burla de sí mismo. Se sobaba la frente y repetía la acción anterior varias veces. Nosotros festejábamos el hecho como una cómica y original ocurrencia a pesar de las cientos de veces que habíamos visto la misma escena.
-Canta una canción, Rafail.
-¿Cuál? –decía –acentuando su mueca idiota.
-¡La que sea! –gritábamos.
Entonces iniciaba una melodía que quería ser Guadalajara pero que resultaba totalmente irreconocible.
-Jalisco, Jalisco-ooo –Cantaba y brincaba, dando saltos y abriendo las piernas como rana al caer; moviendo las rodillas rápidamente, agitándose al ritmo de la frase final alargada. –tú tienes tu novia-aaa –Y repetía los movimientos. –que es Guadalajara-aaa –otra vez.
Nosotros ahí seguíamos festejando la actuación del Rafail hasta que, cansado, dejaba de bailar. Entonces ya sabíamos todos que era hora de darle unos centavos. No pedía, sólo se paraba y, abriendo la mano, semi-extendía el brazo para esperar a que cayeran algunas monedas. Él agradecía con la misma risa y gesto con que celebraba su actuación. Volvía a agarrar camino, saltando y dando un brinco corto al caer, alternando ambos pies en su caída; echando a volar su balero para golpearse, por enésima vez, la frente. Nosotros lo seguiríamos, por toda la cuadra, gritándole pero sin agredirlo; solamente tras él hasta que se nos adelantaba demasiado o escucábamos los gritos de nuestras madres. Ahí lo dejábamos para volver al Gin o buscar al Gordo para decirle que sí lo dejaríamos jugar –siempre y cuando nos prestara las cosas con qué jugar a “la pelota”.
No volvió más. Unos dicen que una hermana lo llevó a internar a un manicomio de Hermosillo; otros dicen que al poco tiempo de aquel entonces murió. Lo cierto es que ya no volvió por el barrio.
Quizá fue mejor que se haya ido, que no viera cómo su pueblo cambiaba hasta hacerse otro. Quizá fue mejor, antes que sufriera la indiferencia y la frialdad de su gente, ya no la misma: ¿Será porque cubrieron la tierra de nuestra calle, o porque nos quitaron el Gin y cambiaron al barrio hasta volverlo irreconocible? Quizá sí...fue mejor.
RUBEN MENESES
No hay comentarios.:
Publicar un comentario