* Alba Brenda Méndez Estrada. Profesora de Español de Enseñanza Media. Egresada de la Normal Superior de México y Lic. En Literaturas Hispánicas por la UNISON. Es autora de dos Poemarios: De cierta palabra. Casa de la Cultura, Hermosillo, Sonora, 1989 y No quiero ser quien cuente. Departamento de Letras y Lingüística de la UNISON, Hermosillo, Sonora, 1999. Poemas suyos forman parte de numerosas Antologías.
MENTIRITAS
Mientras esperábamos la respuesta de la maestra, yo sentía mi cuerpo como si no pesara nada y qué frío tenía. Sabía dónde estaba, aunque los mesabancos, el pizarrón y mis compañeras de cuarto año de primaria se habían borrado de mi vista. Al tiempo de escuchar la pregunta de la alumna, volteé a ver el rostro, ahora sin color, de nuestra joven profesora. La interrogada contestó. En ese instante, la imagen de mi papá hablando con ella en la escuela, aleteó en mi cabeza.
Pero nada de esto le dije a mi madre cuando, al llegar a la casa, le solté:
-Ya no me siento con Bianchina, la profe nos cambió de lugar.
-Y, ¿las regañó?- quiso saber ella.
-No, pero a una chamaca que le preguntó el porqué nos separaba, le respondió con la cara pálida, “una es muy adelantada y la otra muy preguntona”, pero la buqui esa ni entendió… las demás tampoco.
Antes de responderle, había notado lo extraño de la pregunta pues no siempre los cambios de asiento eran por castigo, pero la charla continuó:
-Y, ¿No platicaste con Bianchina?
-No, no. Jugamos carreras en el recreo. Pero mañana debo regresarle la hoja de la enciclopedia; dámela, ¿no?... Aquí ella agarró mucho aire por la nariz para decirme, “no, porque tu papá se la llevó a la maestra. Tú ya ni te acuerdes de esa hoja. Quedamos en que no ibas a leerla, ¿la leíste?” Dije no y me creyó. Era cierto; pero no mencioné los dibujos a colores de las explicaciones los cuales sí había visto. Y muy bien.
En ese momento, desde la cocina me vi en el salón de clases. Mi suposición no era equivocada; miapá había revelado mis investigaciones. Una reprimenda estaba por llegar, pero callé esos temores al pensar en mi amiga. Seguramente se enojaría conmigo, ¡cómo no! si ella había cortado de su libro las páginas que yo entregué a mi madre, ella a mi padre y él a la Señorita Escuela. La hoja, aún arrancada de su tronco, ya bien doblada, distinta a las de los libros de “monitos”, tan criticados por mi papá, era constancia de una mentira.
En el semblante de Bianchina mi amiga, la cual me había bautizado con ese nombre y yo, en broma, se lo puse a ella, vi su sonrisa serena ante la incredulidad y el asombro de mi cara al decirme que tenía yo razón en no creer eso de los hermanitos traídos por una canilluda, porque venían de la panza de las mujeres… Bianchina, segura de sí misma, aceptaba la vida sin complicaciones. En el caso extremo de una discusión, su argumento indiscutible era “mi mamá dice”.
¿Tu mamá se parece a ti? había yo curioseado una vez. Ella, como pensando en voz alta, pronunció lentamente, “mi mamá tiene miedo morirse porque me quedaría sola; pero me parezco a ella”.
Al volver del segundo día de castigo, a la pregunta obligada de si Bianchina había pedido la hoja delatora, sólo moví la cabeza de uno hacia otro lado.
-Ah, no te habló ahora. –Afirmó ella y yo, bajando la voz, “sí me habló y jugamos en el recreo”.
-¿Las vio la Señorita?
- No sé, el patio es muy grande. Platicamos, pero de otras cosas -dije. A lo mejor también expresé sin palabras, que entre los brincos sobre la bebeleche, las dos reflexionábamos: ella, desde la criba de la gente grande; yo, atenta a una pesada e invisible pelota cargada por cada una de nosotras desde hacía tres o cuatro días. Bien pensado, más nos valía soltarla.
Así lo hicimos. Pasado el fin de semana ya habíamos olvidado el escándalo, no sé si los adultos también, pero quise creer que ellos, así como nosotras, habían aprendido algo. Sin embargo, no dije nada; hasta hoy, después de 46 años.
Mientras esperábamos la respuesta de la maestra, yo sentía mi cuerpo como si no pesara nada y qué frío tenía. Sabía dónde estaba, aunque los mesabancos, el pizarrón y mis compañeras de cuarto año de primaria se habían borrado de mi vista. Al tiempo de escuchar la pregunta de la alumna, volteé a ver el rostro, ahora sin color, de nuestra joven profesora. La interrogada contestó. En ese instante, la imagen de mi papá hablando con ella en la escuela, aleteó en mi cabeza.
Pero nada de esto le dije a mi madre cuando, al llegar a la casa, le solté:
-Ya no me siento con Bianchina, la profe nos cambió de lugar.
-Y, ¿las regañó?- quiso saber ella.
-No, pero a una chamaca que le preguntó el porqué nos separaba, le respondió con la cara pálida, “una es muy adelantada y la otra muy preguntona”, pero la buqui esa ni entendió… las demás tampoco.
Antes de responderle, había notado lo extraño de la pregunta pues no siempre los cambios de asiento eran por castigo, pero la charla continuó:
-Y, ¿No platicaste con Bianchina?
-No, no. Jugamos carreras en el recreo. Pero mañana debo regresarle la hoja de la enciclopedia; dámela, ¿no?... Aquí ella agarró mucho aire por la nariz para decirme, “no, porque tu papá se la llevó a la maestra. Tú ya ni te acuerdes de esa hoja. Quedamos en que no ibas a leerla, ¿la leíste?” Dije no y me creyó. Era cierto; pero no mencioné los dibujos a colores de las explicaciones los cuales sí había visto. Y muy bien.
En ese momento, desde la cocina me vi en el salón de clases. Mi suposición no era equivocada; miapá había revelado mis investigaciones. Una reprimenda estaba por llegar, pero callé esos temores al pensar en mi amiga. Seguramente se enojaría conmigo, ¡cómo no! si ella había cortado de su libro las páginas que yo entregué a mi madre, ella a mi padre y él a la Señorita Escuela. La hoja, aún arrancada de su tronco, ya bien doblada, distinta a las de los libros de “monitos”, tan criticados por mi papá, era constancia de una mentira.
En el semblante de Bianchina mi amiga, la cual me había bautizado con ese nombre y yo, en broma, se lo puse a ella, vi su sonrisa serena ante la incredulidad y el asombro de mi cara al decirme que tenía yo razón en no creer eso de los hermanitos traídos por una canilluda, porque venían de la panza de las mujeres… Bianchina, segura de sí misma, aceptaba la vida sin complicaciones. En el caso extremo de una discusión, su argumento indiscutible era “mi mamá dice”.
¿Tu mamá se parece a ti? había yo curioseado una vez. Ella, como pensando en voz alta, pronunció lentamente, “mi mamá tiene miedo morirse porque me quedaría sola; pero me parezco a ella”.
Al volver del segundo día de castigo, a la pregunta obligada de si Bianchina había pedido la hoja delatora, sólo moví la cabeza de uno hacia otro lado.
-Ah, no te habló ahora. –Afirmó ella y yo, bajando la voz, “sí me habló y jugamos en el recreo”.
-¿Las vio la Señorita?
- No sé, el patio es muy grande. Platicamos, pero de otras cosas -dije. A lo mejor también expresé sin palabras, que entre los brincos sobre la bebeleche, las dos reflexionábamos: ella, desde la criba de la gente grande; yo, atenta a una pesada e invisible pelota cargada por cada una de nosotras desde hacía tres o cuatro días. Bien pensado, más nos valía soltarla.
Así lo hicimos. Pasado el fin de semana ya habíamos olvidado el escándalo, no sé si los adultos también, pero quise creer que ellos, así como nosotras, habían aprendido algo. Sin embargo, no dije nada; hasta hoy, después de 46 años.
2 comentarios:
Gracias.
Me gustó el cuento, la manera en que presentas la curiosidad natural y el miedo de los adultos a que los niños aprendan lo que en el fondo deben aprender. Me gustó el sentimiento guardado por años y el patio a la hora del recreo.
Gracias.
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