Periodismo: Autodidacto. Fotógrafo y reportero desde 1993.
Premio estatal de periodismo 2002 por el Congreso del Estado de Sonora, con el texto Autorretrato de la muerte (entrevista a un ex convicto), en el género de entrevista en medio impreso.
De 2003 a 2004 fue director editorial de la revista Capital Humano, de circulación estatal y con periodicidad mensual.
En 2004 coordinó la revista de periodismo cultural y literatura amarras, becada por el Consejo Nacional para la Cultura y las Artes (CONACULTA). De su libro señales verso, La cábula ediciones, 2006:
Funcionario
Como alto funcionario que soy siempre me ha gustado servir a los necesitados. Que porte corbata roja todo el tiempo, es sólo una cábala, nada tiene que ver con sentimientos de superioridad.
Vengo de recorrer la vida con los de abajo. Desde pequeño trabajé para ayudar al sustento de mi casa. Comíamos mis siete hermanas y yo sobre una tarima con patas de ladrillos, sentados todos en cubetas de pintura con pedazos de tela dentro de bolsas haciendo la función de cojines.
Mi madre confeccionaba uniformes para secundaria, playeras y shorts para equipos de futbol y filipinas para los trabajadores de la mina. Mi padre se dedicaba a echar de gritos y madrazos, siempre que volvía de recorrer las cantinas.
Con un bote sostenido en su brazo, él salía a vender huevos cocidos en la estación del ferrocarril. Cuando mi madre renegaba por las nulas ganancias del negocio de mi padre, decía que más valía que los huevos nos los comiéramos nosotros, y no se invirtieran en los tragos de ese mal nacido.
En mi casa se comía a las tres horas, aunque el menú se repitiera las tres horas. Una cafetera sobre la hornilla no paraba de echar humo, igualito al del tren, y el comal siempre estaba dispuesto, mis hermanas estirando la masa y yo sólo observando porque la cocina es asunto de mujeres.
Siempre que recuerdo mi infancia, me gusta saltarme lo de la tarde aquella cuando mi hermana la mayor salió del baño con las lágrimas cayéndole mientras levantaba su pantalón. Detrás de ella venía mi padre con el calzón a rastras. Esa noche, cuando mi madre volvió de entregar unos uniformes de secundaría, mi padre salió de la casa y no lo he vuelto a ver jamás.
Sé ahora que el leño en las manos de mi madre lo ahuyentó para siempre. Es lo último que hiciste, desgraciado, espetó la jefa para luego observar el paso atropellado de su marido.
Tengo en mi escritorio una foto de la familia, en sepia están impresos los rostros de mis hermanas y el de mi madre, yo cuelgo los pies y las manos de mi hermana la mediana rodean mi vientre. En la foto tengo puesto un overol de manta que me hizo mi madre, en la pechera tiene un caballo rojo bordado con hilaza.
No es por egocentrismo, ni por cábala, ni sufro complejos de Edipo. La fotografía es un ancla que me retiene a la historia de vida, a los días de correr por el barrio conduciendo con una varilla el aro de un rin de bicicleta sin rayos. También es mejor comer tortillas con queso y chiles jalapeños durante esas horas de exceso en los compromisos (cuando uno no puede ir a su casa) observando la fotografía; con ella ante mis ojos siento como si estuviera en familia, sobre la mesa de tarima y las cubetas como sillas. Qué años aquellos. La embriaguez eterna de mi padre también es nostalgia.
Porque se puede perdonar todo, ¿no? Digo, si el jefe se convirtió en fisgón o amante del sexo de sus hijas, pues al fin y al cabo él fue quien cooperó con la jefa para que ellas nacieran. Agradecidos debemos estar por el nacimiento, que no es poca cosa, y hay que agradecerlo por siempre. Lo demás son nimiedades. Mi hermana debió cerrar los ojitos y hacer como si nada pasó. Así en esa foto estaría también el rostro del jefe. O quién sabe y hasta lo estuviera frecuentando ahora que soy funcionario. Me gustaría tener de nuevo sus manos en mi rostro, sus dedos auscultando mi cuerpo, acariciándome como lo hacía cuando yo le abrazaba las piernas.
Hace un par de días entró por la puerta trasera de mi oficina un joven invidente. Me enseñó una tarjeta con la firma del dirigente del partido. Me dijo el licenciado que si me podía ayudar, que él se lo agradecería.
Con mucho gusto, le dije, pero si te quitas los lentes podremos conversar mejor, ¿no sabes que es mala educación conversar portando lentes oscuros?
A la par de su respuesta sonrió mientras se quitaba los lentes. Me dijo su nombre, Esteban, y me expuso el motivo de su visita. Sólo necesito dos mil ladrillos para construir un cuarto, ya ve que vienen las equipatas.
Con su voz dibujó su circunstancia: una mujer y dos hijos, la parejita, el niño de cuatro años y la niña de tres; su hogar: un cuarto de lámina de cartón con dimensiones de cuatro metros por cuatro.
…y ya estuvo a punto de quemarse mi casa, o sea que la viga que sostiene el medio del techo se quebró por la polilla y un pedazo cayó ensartado en la estufa de petróleo cuando la vieja hervía agua para la leche de la niña…
Luego supe que Esteban conoció a su mujer en una escuela para invidentes.
…la Chelita me gustó desde que la vi, es un decir pues, desde que la oí. A mí me gustan mucho las viejas, por eso el mismo día la invité a ensayar la lectura en braille. La maestra dijo que qué bien, que adelantáramos porque se acercaban los exámenes. La Chelita es igual o más al rojo vivo que yo, ella sola me bajó la bragueta, se hincó frente a mis piernas y empezó a lamerme...
Mientras Esteban narraba puse seguro a ambas puertas, antes con una seña le pedí a la secretaria que no me molestara.
Sigue por favor, le dije. Para ese entonces yo relajaba mi cuerpo en el sillón, y desabotonaba mi camisa y desataba mi corbata roja.
Mientras mis manos (una en el vello de mi pecho, y la otra en mi entrepierna), se movían al ritmo de las palabras de Esteban, analizaba los motivos por los cuáles el invidente me narraba detalles de su intimidad con su esposa. Estaba acostumbrado a recibir a periodistas en mi cubículo, a pobres que viven en la periferia mendigando un centavo para llevar de comer a sus hijos, estudiantes con objetivos de apoyo para viajes, en fin, personajes y personalidades que tienen trayectoria en eso de centavear a funcionarios de nivel como yo.
Lo que me impresionaba de Esteban, -decir impresión es demasiado para un político de mi altura-, era la soltura, la confianza y destreza para contar la historia.
Había leído años atrás, que la ceguera desinhibe, nunca imaginé qué tanto.
La Chelita su mujer llegó a mis ojos al través de las palabras de Esteban. Ceo que él escuchó cuando un gemido desgarrado de mi pecho llegó como preámbulo a mi eyaculación.
Los hijos de Esteban han crecido, dentro de un hogar con dos recámaras. Chelita viste el mismo vestido con el que la conocí, pero en mi imaginación el color se diversifica dependiendo el día y la hora en que Esteban llega a mi oficina para contarme con lujo de detalle la cogida de la noche anterior.
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