LAS CUATRO
Alba Brenda Méndez Estrada.
-Y nunca me regresaste la muñeca, ¿te acuerdas que hicimos un cambio? Parece que te oigo cuando dijiste “Tú juegas con la Panchita y yo con la Marielena por una semana nomás y luego devolvemos a cada quien la que es de cada quien”. Así fue el trato y te quedaste con la mía, la Marielena y; claro, yo con la tuya, ¿te acuerdas?-. Era María la que esto decía y el reclamo venía para mí. Sus palabras cayeron en un allá remoto de mi conciencia, pero en el aquí de nuestra casa en Hermosillo volteé para ver a la preguntona y por supuesto no contesté nada, pero en ese instante reconocí la verdad de lo que decía; ahí estaba el recuerdo, pero nunca se me hubiera ocurrido comentarlo, ni siquiera hubiera aflorado si ella no lo menciona justo cuando yo memorizaba uno de mis textos de una obra de teatro.
Hacía tantos años que los juguetes y las muñecas, olvidados por nosotras, habían rodado por la casa y de allí, seguramente, fueron a dar a la basura… y hasta ahora mi hermana rescataba, como con vergüenza, su hija preferida de la niñez. Sí, en aquel entonces, a mis ocho años de edad, una semana de intercambio era poco tiempo para jugar, pero… y si a ella se le olvidaba contar los días… yo podía dejar pasar una semana más y entonces le recordaría cómo fueron las cosas y le diría aquí está tu Marielena. Pero acabaron esas vacaciones, cortas por cierto, quizá de Semana Santa y María volvió a clases de segundo y yo a mi cuarto grado de primaria. Las muñecas, más relegadas que guardadas, quedaron esperando próximos juegos. Mi hermana con sus seis años no mencionó más a su muñeca, ni yo a la mía aunque seguimos el rol de aquella vida propia que para nosotras tenían: bailaban, llevaban en mayo flores a la virgen; dormían y comían pero, efectivamente, las muñecas nunca volvieron a sus respectivas dueñas. Imperdonable olvido el de ella. Y el mío.
-¿eh…? Y nunca me la devolviste. La Marielena era mi muñeca- insistía con un retintín, ahora de triunfo y de burla mientras yo seguía callada y con los ojos fijos en un punto que no miraba, pues no resistí detenerme a ver, a vernos jugar, detrás de la ventana de la cocina, casi pegadas a la alambrera para que nos llegara el vientecito del culer; y un poco más allá, junto a otra ventana, el niño que era el menor. Claro que me acordaba de los mediodías cuando ni los gu¨icos salían al sol con el calorón de Caborca; y nosotros crecíamos; de día, jugando a la sombra del tejabán pendiente de la casa; y de noche, en el tenderete de catres, refrescados por los abanicos sobre sillas y conectados a la corriente con una extensión que venía desde el cuarto más cercano.
Oficio de jugar desde levantarnos hasta dormirnos durante las vacaciones largas, en las de Navidad o Semana Santa; oficio de crecer, también bajo las ramas del gran palofierro, guardián de columpios y cachoras que nos pertenecía como los animalitos y plantas que, de repente, nacía desde debajo de las piedras en el corralón.
-Era la que tanto nos gustaba a las dos- continuaba María con su monólogo: era del mismo tamaño que la Panchita, tenía bien formadas las manos y el cabello negro, enrollado a los lados de la cabeza. Cuando una vez mi’apá, al vernos jugar, me preguntó cómo se llamaba mi muñeca, al contestarle yo, con voz alta y clara su nombre completo, él dijo ”pero si es el nombre y apellido de tu maestra, ¿qué no…?” Todas nos quedamos calladas; a mí me dio tanta vergüenza que sentí ponerme toda colorada mientras mi’apá se burlaba.
Ahora, María se ponía roja por las carcajadas, y reía quizá para celebrar o para ocultar el bochorno por mostrar su ingenuidad de entonces.
1 comentario:
Me hubiera gustado saber acomodar el escrito con la sangría correspondiente al inicio de cada uno de los párrafos. Ah... y los diéresis en guicos. Gracias. Brenda.
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