ÚLTIMO RECURSO
Doña Remedios Zúñiga, se moría. En la cama pensaba en los sufrimientos del hijo. Su único retoño, sobre el que volcó todo su amor. A pesar de que su marido, le reclamaba, que no le diera todo tan fácilmente, a ella no le importó nunca… ¿y ahora?
Lo dejaba solo, entre tantos lobos de ciudad. Su pobre José había muerto también. ¿Podría el muchacho sobrevivir, si ella siempre le resolvió todo, sus caprichos, inclinaciones, manutención diaria, etc... ?
Ahí lo tenía frente a ella, con ese aire indolente que lo caracterizaba desde niño. Parecía que nada de lo que pasaba a su alrededor, le afectara o le preocupara. Siempre tuvo la impresión de que su hijo, no era como el común de los mortales, de que era superior, un dios. Aunque el señor Zúñiga dijera que lo que pasaba, era que “la flojera lo tenía agarrado del pescuezo y no era capaz de mirar a su alrededor, y ver de todo lo que se perdía”. Entonces cuando mi pequeño Inocencio lo oía, le respondía, que no le interesaba, “…que las hormigas sólo sirven para picar o comerse las sobras de comida y no son un regimiento bien organizado, como le decía su maestro”… “que el canto de los pájaros de tanto oírlos en verano se convierten en monótono, por lo que las siestas me gustan en mi su cuarto, sin molestia alguna y no entiendo el porqué de tanto escrito, sobre sus alas y cualidades”… “Sí sólo don José Zúñiga entendía, lo poético de eso, ya que después de tener tantos bienes y una vida desahogada ahora le daba por los libros, no sólo, literarios, sino también naturalistas. ¡Pues si a eso vamos, yo también puedo disfrutar de esos bienes!, pero a mi manera”.
Esta naturaleza de encontrarle a todo excusa, a doña Remedios la enorgullecía y asustaba, a la vez. Fue siempre motivo de discusión entre marido y mujer, ella por cumplirle todos los caprichos y él por enseñarle las dificultades del mundo exterior, al que no se quiso enfrentarse desde niño, secundado por su madre.
Pero Inocencio supo entender a los dos, aprovechándose de ambos. De la defensa que tenía en doña Remedios, para rehuir de todo compromiso, afán de lucro o conocimiento, arguyendo a los miedos externos que le inculcaron de pequeño. Y de las facilidades financieras en que vivían, gracias al padre y a sus sabios manejos del capital y a su gran cultura.
Muerto su marido, la señora de Zúñiga dejó todo en manos de su abogado, hombre fiel y honrado, pero de poca visibilidad en los negocios. Aunque tuvo pérdidas, más o menos, preocupantes, las resolvió.
Pero la mujer que no entendía, más que de asuntos caseros y relaciones sociales, fue decayendo en la aprehensión: el perder a don José, al que adoraba y del que era correspondida; el darse cuenta que su hijo era todo lo que un día le pintó su marido, con un retrato cruel, por lo que no le habló en varios días.
Ahora en el lecho recordaba todo. Como un filme se le venían las imágenes de su adorado Inocencio, que fue el único hijo que tendría según le dijeron los especialistas.
Él en su cuna, de bebé, al que ella no dejaba andar por miedo al daño que pudiera ocasionarle, por lo que aprendió a caminar, casi a los dos años y medio. Y que sólo consintió porque le dijeron las enfermeras que lo cuidaban, después de varios intentos de ponerse en pie, que si no lo hacía: “tendría que andar en muletas o en silla de ruedas, pues los huesos necesitaban el ejercicio para el crecimiento, sino no tendría un esqueleto sano”.
Entonces tuvo que enfrentarse al reto, de corretearlo. Por lo que estuvo a punto de enfermarse, al quedar exhausta después de semejante ejercicio, en una casa de tantas habitaciones. Por lo que su marido tuvo que intervenir y le ordenó que la servidumbre se encargara de todo, que ella sólo supervisara. Claro que esto no quería decir que se alejara del infante, pues todo niño de cualquier posición social, debe saber del amor de madre.
Tomó tan en serio las palabras de su marido, que se llevaba acariciándolo o llevándolo de compras. Pero la señora Zúñiga, era tan miedosa, que se lo trasmitió a su hijo. Para salir consultaban el estado del tiempo, evitando que se empapara su tesoro o enfermara. Iban a donde los comercios no estuviesen abarrotados, para que su niño no fuera aplastado por la horda de compradores.
Los veranos lo pasaban en el campo y es allí donde el nene se complacía, en dormir todas las horas que se le antojaran. Pues aquí no estaba su padre, del que huía como la peste, por ser el único que pretendía que estudiara. Que saliera de esa falsa burbuja del mundo, que le había creado su madre. Y que él continuó alentando con el paso de los años, como chantaje para sus despilfarros, antojos y pereza.
“Si pereza, porque lo suyo no era ocio” -le decía don José- “Si fuese ocasionado por la vida desahogada que tenían, le hubiese dado por los deportes tan común en los muchachos de su clase, o por el arte, lo cual le hubiese agradado, porque entendía los avatares que pasaban todos los artistas, desde jóvenes. Si le hubiese dado por la lectura, porque no utilizaba la vasta biblioteca familiar, que era la envidia de tantos amigos filósofos que tenía, y que al pedirle un libro prestado él contestaba, que no, porque era la herencia que dejaba a su hijo”.
Pero él ya murió y mi hermoso Inocencio, no ha tocado nunca esos libros. Pobre hijo mío debe estar confundido.
¡Si, eso es!, desde que se topó con esos amigotes disipados, que le llueven a montones, porque es tan bueno. Se aprovechan de él. Hasta empezó a llegar tarde, siendo que el siempre fue tan puntual, tan de su casa. Claro, lo hace porque desde niño estuvo solo y como muchos lo envidian, ahora tiene que soportar a esos buenos para nada.
Fue por ello que a mi marido, de pena, se le complicó su mermada salud. Su afición por los habanos, le corrompió los pulmones. Su gusto por el whisky, le dañó el hígado. Pero el médico sentenció que la razón de su muerte prematura, fue “la desazón de un hijo que le destrozó las esperanzas del futuro, no de su apellido como pensaban sus antepasados, sino por llevar una vida desordenada”.
Y ahora estoy yo, en el mismo trance. Queriendo componer lo que le hice a nuestro hijo, si porque yo tengo la culpa, me lo repitió muchas veces mi difunto marido. Mi pobre hijo es mi hechura y la culpabilidad azota mis pensamientos. Y después de morir José, he llorado tanto por mi ceguera, por haber puesto oídos sordos a todos los que trataron de hacerme ver mi error. Tengo que tratar de componerlo, mi niño ya tiene treinta años y si no lo hago, terminará peor que nosotros (mi marido y yo).
Pero ya no debo de llorar, hablaré con mi confesor pues el tiempo se me acaba.
Era una tarde lluviosa y fría de octubre, cuando se fue mamá. Mis lágrimas corrían sin césar, a la par del aguacero. Era la única persona del mundo, a la que realmente amaba. Con perdón de mi padre. Por primera vez, no me importó el clima al salir.
El testamento se leyó, sólo asistimos, mi nana-cocinera, la recamarera, el mayordomo, el jardinero y yo. Los demás empleados se fueron despidiendo, a medida que lo requirió la situación, después de la muerte de mi padre. A solicitud del abogado, que velaba por nuestros bienes y que según dijo mi madre, aunque no era tan eficiente, nos hubiéramos quedado en la calle, sin su ayuda. Ya que en los últimos días de su vida, mi padre realizó algunas operaciones, poco redituables.
Pero… ¿qué habrá quedado después de mamá? ¡Ni idea! La verdad, no me gusta revisar todos los días un estado de cuenta, de eso se ocupaba don José. Después de su muerte, el abogado se entendía con mamá Remedios.
En el testamento se declaró lo siguiente:
A la recamarera Clarita, le corresponde hacer que el joven, aprenda el valor de las labores de la casa, que están destinadas para su comodidad.
Al mayordomo Guillermo, se le encomienda estar al pendiente de la casa, de las salidas del muchacho, así como de la hora a la que se levanta.
A la cocinera Prudencia, se le ruega que cocine sus platos preferidos, siempre y cuando el muchacho escuche con atención, como se preparan uno de los platillos a la semana. Y a la siguiente, se le pregunte sobre esta cuestión.
Al jardinero Aarón, se le solicita que lance piedras a la ventana de Inocencio, hasta que éste baje para que le enseñe una lección, de las muchas que hay entre las plantas y la tierra.
A cada uno se le pagará, lo estipulado por sus tareas.
A Inocencio Zúñiga, sólo se le insta a que cumpla, con cada una de las anteriores obligaciones, que no hizo en vida. Pero si después de muertos sus padres, tampoco obedece a “sus tutores”, se atendrá a las consecuencias. Pues ya están tomadas las disposiciones, para tal caso.
El joven, al oír aquello, se indispuso contra los presentes, les arrojó una sarta de sandeces. Les reclamó el dinero, que según él heredaría, el cual ya tenía destinado.
Nadie le contestó nada, no hubo quejas, ni reclamaciones, por parte de la servidumbre que ya tenían sus órdenes. Al no encontrar resistencia, se tranquilizó, subió a la recamara y por primera vez, pensó seriamente en su situación. Pero al no estar acostumbrado a los ejercicios mentales, se durmió sin cenar, circunstancia poco común en él.
Al otro día se despertó con dolor de cabeza, la ventana de su cuarto estaba abierta, y el sol anunciaba, que era demasiado temprano para él. Quiso volver a dormir, pero no lo consiguió, dio vueltas en la cama pensando en lo trabajoso que era llegar hasta la ventana y volverla a cerrar. Pero al darse cuenta que era su única opción, pues por más que llamaba, nadie contestaba. Enojado contra su madre por haber muerto, contra los servicios de Clarita, que no respondía. Se levantó y con horror se percató que no había cortinas. Desaparecieron cuando se durmió. Entonces le vino a la memoria, los acontecimientos de la noche anterior, la extraña lectura del testamentario.
Al recordar esto, se vistió aprisa y bajó a ver lo que estaba pasando. Después de recorrer el piso inferior, sin encontrar a nadie en las habitaciones principales, llegó con Prudencia a la cocina, que lo recibió con una gran sonrisa en el rostro, esto le devolvió el alma al cuerpo.
“Mi niño, siéntate a tomar tu desayuno”. Él lo engulló ávidamente. Luego le dijo: “como sabes las cosas han cambiado y tendrás que portarte de otra manera, sino quieres perder lo poco que te queda, y que no es de nosotros. Tu verdadero tutor es un hombre incógnito, al que tu mamá dejó a cargo de todo, sin decírselo a nadie, y que nosotros tampoco conocemos, sólo por medio del abogado ese, que leyó el testamento”.
A Inocencio se le atoró el bocado, no supo que decir y enrojeció. Salió corriendo al jardín. Donde se topó con Aarón, que le detuvo en su loca carrera: “Señorito, porque la prisa”. Inocencio, que siempre había admirado el trabajo del jardinero desde su habitación, se dejó guiar. Lo llevó al cobertizo de las herramientas, le dio el azadón y lo instó a que recogiera toda la paja, en pacas.
Luego lo encerró y con gran pesar, le dijo que tenía órdenes de no darle de comer, ni dejarlo salir, hasta que hiciera esa tarea. Él joven se quedo boquiabierto, nunca había recibido ese trato. Su primera reacción fue de incredulidad, de saberse a merced de “sus tutores”, unos desconocidos con los que había vivido desde que nació.
No se mortificó y descansó plácidamente en la paja. El hambre, lo desperezó. Fue a la puerta y todavía estaba cerrada. Buscó una salida, no la encontró, se cruzó de brazos y se durmió. Cuando despertó había un plato de sopa y un pedazo de pan. Pensó entonces que era una broma de los empleados de sus padres, mañana seguramente despertaría en la casa. Esta vez con el arado, hizo una cama lo más mullida y cómoda que pudo. Como en sus viajes al campo.
Pero al otro día, no estaba en su cama como pensó. La puerta estaba abierta, pero no se encontraba en el jardín de su casa. Sino en una colina nevada, como comprobó al salir del establo. Caminó algunas metros, donde encontró una cabaña con apenas un camastro, una cómoda, la chimenea, una lámpara de petróleo, una mesa, unos utensilios de cocina, un hacha, y algunas armas de caza. No entendía lo que pasaba. “Otra burla seguramente, no estoy asustado, si es lo que creen”.
Entonces se dispuso a caminar, para llegar al pueblo más cercano. Pero al revisar su cartera, se dio cuenta de que no traía dinero. Si encontraba transporte, no tendría como pagarlo. Por lo que regresó. Al anochecer tuvo frío, pues no había leña. Si la hubiese cortado, con tantos árboles a los alrededores, tendría una buena fogata.
Al amanecer titiritando, se dispuso a comer, pero comprendió que no sabía preparar ni un solo guiso, siendo que disfrutó tantos, en su vida de abundancia. Por lo que recordó su hogar, con tantos momentos huecos, los consejos de su padre que se convirtieron en ruegos. A las personas que le sirvieron siempre con solicitud, sin merecerlo. Pero sobretodo a su madre, a la que había engañado y utilizado tantas veces en favor de la pereza, esa compañía constante que casi nunca lo había abandonado.
Entonces se dispuso a cortar leña. Con el arma cazó un pichón, que pudo guisar gracias a haber puesto atención esa única ocasión, en el campo, cuando un amigo le relataba alguna fechoría y él hastiado de ese tipo de conversación, se concentró en esta actividad llevada a cabo por el cocinero, de aquella posada.
Al comer la primera comida hecha por sus manos, sintió un gozo indescriptible. Esa noche con la chimenea prendida, durmió como un lirón. El día siguiente, se levantó temprano y se dispuso a encontrar la manera de sobrevivir en aquel lugar. Estudió el terreno, los animales de la región, los árboles, los vientos y hasta tuvo oportunidad de cambiar el techo de “su casa”, que era en lo que se había convertido la cabaña.
Después de tanto ver el cielo y tratar de traducir sus efectos en la naturaleza, pudo predecir la fuerza de una tormenta, que lo hubiesen dejado sin techo, pero gracias a lo cual, sólo tuvo que cuidarse de las goteras que inundaron su hogar. Ese día meditaba sobre el tiempo perdido y sintió una inmensa vergüenza, por su situación. Se prometió no volver a caer en ese mutismo, lo que le restaba de vida, si acaso le quedaba algo, después del aquel diluvio. Se enfermó, deliró y creyó ver en sueños, a sus “tutores”: los empleados malignos de sus padres, que en sus meditaciones, había creído que eran ellos los que lo saquearon, por tonto e irresponsable.
Al despertar se encontró en su cama, el hogar natal. Quiso incorporarse rápidamente, pero un dolor se lo impidió. Una mano lo ayudó a volver a su lugar. Otra, le enjugó la frente. No podía hablar, se ahogó cuando lo intentó y no lo hizo más.
Los días siguientes fueron de medicinas, comida en la boca y dormir. Hasta que por fin se restableció. Una mañana, se despertó con suficiente fuerzas para hablar. Entró su nana y la interrogó con la mirada. “Ya sé, ya sé niño… pronto tendrá todas las respuestas que quiere…” y salió de la habitación.
Cuando se pudo levantar, fue hacia la ventana, donde el jardinero removía la tierra con devoción. Siguieron los días, y pidió al mayordomo, uno de los libros de la biblioteca. El interpelado puso tamaños ojos, pero obedeció. Después paso a pasito, él mismo iba y elegía los tomos que requería.
Unos meses más tarde, sentado en la biblioteca, le comunicaron que esa noche conocería el misterio que lo tenía postrado de dudas, creyendo que era preso de sus empleados.
Llegó entonces su Nana Prudencia y le recordó la conversación de la mañana, después del entierro de su madre. Donde le explicó que todo había cambiado. Que doña Remedios, al darse cuenta de que no estaba preparado para enfrentar al mundo. Le dejó como herencia un hombre con mucha sabiduría, un filósofo, científico y de buenos sentimientos, que le presentó su confesor, al confiarle el mal que había causado a su hijo.
Al morir ella, su benefactor planeó todo. Hasta su viaje a aquella colina, después de haber comido el manjar con unos sedantes, para trasladarlo a ese lugar. Ese hombre recibía informes, de cada uno de sus movimientos, pues velaba por él, en la oscuridad: “Se encargó de sus asuntos económicos, el viaje y la manutención de sus empleados, pero el tiempo de su restablecimiento habían mermado las finanzas. Le enviaría el reporte. Tendría que estudiar y recuperar lo perdido. Ya que estuviese más preparado, quizás se tomara la molestia de conocerlo personalmente, por lo pronto no era posible. Pero gracias a la promesa que hizo a su madre, en el lecho de muerte, todavía contaría con él. Aunque no sería eterno, como tampoco lo fueron sus padres. Su única recomendación, era que hiciera uso de la herencia de don José: sus libros. Y con toda la ciencia que había en ellos, incluso la administración y finanzas, podría sobrevivir sin ayuda. Tenía otra oportunidad y los recursos para lograrlo. Ahora todo dependía de él”.
Sandra Mortis
Abril 2007
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