HECHO EN CASA
Tónichi era uno de los pocos pueblos de la sierra que tenían los seis grados escolares. Por ello, llegaban al pueblo niños y niñas de otras comunidades cercanas, donde su escuela no les proporcionaba la primaria completa.
En cierta ocasión, llegó una familia con tres jóvenes y dos niñas. Los recién llegados eran muy guapos y Ceci inmediatamente le “echó el ojo” a uno de los güeritos. Como se ubicó en su salón de clases, se las ingenió para sentarse a un lado de él y no perdió la oportunidad de coquetearle. Cuando la mandaban a las tiendas, se desviaba hacia la calle donde habitaban para verlo, aunque fuera de lejos.
En esa época, los comercios que había en el pueblo se dedicaban generalmente a la venta de alimentos y enseres propios y necesarios en las comunidades rurales; pero no había una sola tienda que vendiera lo que se necesitaba para vestirse. De ahí que las madres de familia, utilizando máquinas para coser, heredadas a través de generaciones, que protestaban a cada presión ejercida por los pies de las hábiles costureras, confeccionaban la ropa: desde el vestido, las faldillas y hasta las pantaletas de sus hijas.
Los vestidos los hacían con telas que compraban en la tienda de “Lenchita”- la dependienta impecablemente vestida-. Las faldillas las hacían de manta y las pantaletas terminaban cosiéndolas de la manta que obtenían al comprar los quintal}es (sacos) de harina y de azúcar. Los quintales de harina traían impresa la marca “harina los Gallos” y, haciendo alusión al nombre, mostraban dos grandes ejemplares de pelea color rojo, en actitud de ataque. A pesar de que la burda manta era sometida a un tratamiento de cloro, no era posible retirar de forma total lo impreso en ella.
Ceci llegó con sus amigas dispuesta a pasar un buen rato frente a la casa de los galanes y se pusieron a jugar. Por supuesto que al verlas los susodichos, salieron y se sentaron en la banqueta. Primero muy serios, observaban con cierta timidez, pero al paso de los minutos, las miraban directamente, cuchicheaban entre sí, sin poder ocultar sus sonrisas maliciosas.
Jugaban a los “encantados”, corrían, brincaban y se jaloneaban. De pronto, en una de las volteretas, Ceci fue a dar al suelo con las piernas abiertas, mostrando el trabajo realizado por su madre en la máquina de coser, ¡ Con un centrado perfecto del estampado de la manta! A pesar de que Ceci trató de incorporarse rápidamente, el güerito gritaba: ¡Harina los Gallos!, ¡Harina Los Gallos!, mientras se ponía rojo de la risa, al igual que sus hermanos.
Ceci, ¡ni siquiera volvió a pasar por esa calle! Se negó a seguir usando las pantaletas y exigió encargar de las de nylon a Hermosillo, que por esos tiempos a penas se empezaban a poner de moda.
Tónichi era uno de los pocos pueblos de la sierra que tenían los seis grados escolares. Por ello, llegaban al pueblo niños y niñas de otras comunidades cercanas, donde su escuela no les proporcionaba la primaria completa.
En cierta ocasión, llegó una familia con tres jóvenes y dos niñas. Los recién llegados eran muy guapos y Ceci inmediatamente le “echó el ojo” a uno de los güeritos. Como se ubicó en su salón de clases, se las ingenió para sentarse a un lado de él y no perdió la oportunidad de coquetearle. Cuando la mandaban a las tiendas, se desviaba hacia la calle donde habitaban para verlo, aunque fuera de lejos.
En esa época, los comercios que había en el pueblo se dedicaban generalmente a la venta de alimentos y enseres propios y necesarios en las comunidades rurales; pero no había una sola tienda que vendiera lo que se necesitaba para vestirse. De ahí que las madres de familia, utilizando máquinas para coser, heredadas a través de generaciones, que protestaban a cada presión ejercida por los pies de las hábiles costureras, confeccionaban la ropa: desde el vestido, las faldillas y hasta las pantaletas de sus hijas.
Los vestidos los hacían con telas que compraban en la tienda de “Lenchita”- la dependienta impecablemente vestida-. Las faldillas las hacían de manta y las pantaletas terminaban cosiéndolas de la manta que obtenían al comprar los quintal}es (sacos) de harina y de azúcar. Los quintales de harina traían impresa la marca “harina los Gallos” y, haciendo alusión al nombre, mostraban dos grandes ejemplares de pelea color rojo, en actitud de ataque. A pesar de que la burda manta era sometida a un tratamiento de cloro, no era posible retirar de forma total lo impreso en ella.
Ceci llegó con sus amigas dispuesta a pasar un buen rato frente a la casa de los galanes y se pusieron a jugar. Por supuesto que al verlas los susodichos, salieron y se sentaron en la banqueta. Primero muy serios, observaban con cierta timidez, pero al paso de los minutos, las miraban directamente, cuchicheaban entre sí, sin poder ocultar sus sonrisas maliciosas.
Jugaban a los “encantados”, corrían, brincaban y se jaloneaban. De pronto, en una de las volteretas, Ceci fue a dar al suelo con las piernas abiertas, mostrando el trabajo realizado por su madre en la máquina de coser, ¡ Con un centrado perfecto del estampado de la manta! A pesar de que Ceci trató de incorporarse rápidamente, el güerito gritaba: ¡Harina los Gallos!, ¡Harina Los Gallos!, mientras se ponía rojo de la risa, al igual que sus hermanos.
Ceci, ¡ni siquiera volvió a pasar por esa calle! Se negó a seguir usando las pantaletas y exigió encargar de las de nylon a Hermosillo, que por esos tiempos a penas se empezaban a poner de moda.
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