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12 de enero de 2008

EL CUENTO SEMANAL 2


EL HOYO OCCISO

Faltaban dos minutos para las ocho, pero el dato no es relevante ni siquiera para el hombre que va caer en el hoyo de la acera izquierda, exactamente a las ocho de una noche oscura que se volverá eterna para él. Pero de alguna forma había que comenzar a contar los hechos.
Los hechos han de haber comenzado cuando alguien, nunca falta un despistado, dejó caer un hoyo en la banqueta. Y díga usted, ¿A quién se le ocurre tirar un hoyo en la acera, como si no hubiera mejores cosas qué hacer?.
Al principio era un hoyo que de tan pequeño pasaba inadvertido, ni siquiera la viejita de la esquina que hace su caminata todas las mañanas lo advirtió. Pasó sobre él, sin tocar siquiera unas de sus orillas. De todas formas al sentir ese pie inseguro cerca de sus contornos, se hizo más pequeño aún.
Pero con forme pasaron los minutos y, después las horas, el hoyo tomaba su forma hasta llegar a convertirse en un serio peligro. Empezaron por saltarlo, luego, cuando ya no se pudo hubo que rodearlo, bajarse de la banqueta fue una de las últimas acciones. Ahí estaba orondo, con una perfección en su circunferencia que nadie diría que fue hecho por la sola naturaleza. Su profundidad hacía sospechar que por ahí se podría caer hasta el otro lado de la tierra y no volver jamás. Era de una negrura amplia. Los curiosos nunca faltan en los grandes eventos tampoco los niños. Por ahí por esa calle pasaba un mundo diariamente. Los niños del colegio, empezaron por arrojar los restos de sus loncheras para llegar a casa con ellas vacías y no dar la explicación del por qué volvía intacto el guiso de mamá. Ahí fueron cayendo también, algunas piedras, ramas, los barrenderos aprovecharon para deshacerse de varias cargas de basura y el hoyo como si nada, tragaba a placer lo que se le venía encima.
El hombre salió del trabajo a las cinco, pero como todos los viernes, no llegaría a su casa sino cercano a las once, después de varias horas de tirar los dados y apurar varias cervezas con los compañeros de trabajo y los que se anexaran en la cantina. Pero el hoyo no tenía prisa, ahí lo estaría esperando cuando le diera la gana. Es lo que pasa con los hoyos callejeros, les das la confianza y luego ahí están de encajosos. Cuando pasó por la mañana, presuroso, con su mochila al hombre, apenas era del tamaño de un balón de fútbol. Quién se iba a imaginar que a las ocho era ya un verdadero hoyo, una belleza de hoyo que abarcaba toda la banqueta.
El Colibrí empezó a ganar todas las partidas y eso realmente molestó a nuestro hombre, así que decidió pagar lo que le correspondía y salir para su casa, así hasta calmaba un poco la cólera de su mujer que a esas horas ya debía haberle confeccionado un verdadero discurso para amargarle el fin de semana. La calle estaba oscura. El hoyo lo esperaba paciente desde la mañana. Ahora sería suyo. Con paso incierto se dirigió a su destino.

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