
SU AMOROSO BATALLAR
Y resulta que el trabajo de fantasma a veces suele ser bastante engorroso. “Sí, como no”, se burlan mis camaradas de profesión. No seas payaso. Ya sé que resulta raro vivir en este parque y que la mayoría prefiere estar en casas, bien protegidos, pero yo no elegí esta casa, la casa del árbol en el parque, la casa más grande, toda la ciudad, por la sencilla razón de que también es suya. Me refiero a mi “paquete”, es decir a mi trabajo en turno.
El día que te vuelves fantasma no tienes elección, debes aceptar cualquier misión que te caiga.
En este negocio de ser fantasma particular de un tipo como el que me ha tocado, hay que sufrirle mucho. Se supone que estoy junto a mi cliente, más que su sombra y protegerlo en todo momento para protegerlo si el peligro es inminente.
Me hubiera gustado encontrarle en otras circunstancias, pero ni modo, tú me tocaste en la repartición.
Me dijeron los jefes, “espera en la casona abandonada del centro, ahí va a recalar”.
Estuve ahí no se cuanto tiempo hasta que por fin apareciste por ahí y es que esa vez fue cuando te corrieron definitivamente de la casa que fuera de tus padres.
— ¡Aquí nada tienes qué hacer, desgraciado!
Estabas mojado y apaleado como perro de la calle. Bueno, en eso te habías convertido. Habías elegido la calle desde chamaco y ni las oraciones de tu madre, ni el cariño de tu primera y única novia, tus dos hijas. Nada. Tampoco funcionaron las corretizas de tus hermanos, no te volvieron al buen camino.
Te gusta la calle con una vocación absoluta. Qué más da.
Apareciste por la noche, con un morral donde iba todo tu equipaje, entonces estuve vigilante hasta que escogiste un rincón y te echaste a dormir. Habría que presentarnos, pero la verdad no sabía cómo. Ya sabía que estás bastante ebrio como para distinguirme y platicar sobre los acuerdos de convivencia, que así se llaman a estas primeras pláticas donde uno se presenta.
Te dejé dormir la mona por un rato, mientras merodeaba por ahí espantándote los ratones de la casa, que vaya si los había. En eso estaba cuando apareció en la puerta una sombra, que si yo no fuera un fantasma, me hubiera puesto pálido y me caigo para atrás. Era una cholita en busca de refugio como tú. Temblaba de frío la pobre, por eso se fue acurrucando a tu lado para sentir un poco de calor. Qué bien, me dije, ahora voy a tener que cargar con dos, vaya trabajito el que me han encomendado. A la mañana, los dos se miraron y eran tan semejantes en su aspecto que les causó tanta admiración su aspecto que terminaron en enormes carcajadas. Me llamo Chayo, pero me dicen la “Pinta”. Yo soy el Pacho.
—Qué ondas, ¿la jugamos juntos?
—Va.
Vaya forma de declararse su amor y establecer el pacto. Pero así fue, en esto no hay que esperar mucho romanticismo. Lo que sí hubo fue una gran comprensión. Por el día andaban juntos por la periferia en la junta de botes. A veces se conformaban con acabalar para la pacha y la soda y se iban bajo los árboles del parque a echársela lentamente. Lo malo era cuando venían los chotas a quererlos levantar. Sacárselos de encima era todo un reto porque les habían dado órdenes de mantener limpia la imagen de las plazas y parques. Entonces mejor se iban a la casona, aunque a veces estaba llena y corrían mucho peligro. Una vez se fueron a un cerro y ahí se quedaron, fue una tarde y una noche muy romántica que terminó cuando se terminó la pacha y vinieron los reclamos, por un tiempo se alejaron y cada uno le buscó por su lado. Yo me quedé con mi presa principal.
Estaba a mi cuidado pero era muy desagradable la tarea de estarlo vigilando. Era como si yo fuera un zopilote aguardando la muerte de la presa para caer sobre él. Se quedaba botado en cualquier sitio de la ciudad, donde le ganaba el trago. Cualquier banqueta daba igual, en los panteones reposaba sobre las lápidas y en sus delirios lloraba por su madre arrepentido de su conducta, a gritos parecía clamar su perdón. Detrás de esas lágrimas podía ver a la muchachita que era tan linda en la secundaria, su enamorada. La muchacha de la que uno se enamora para siempre, sin escapatoria. La llevaba en su mojado corazón, a todas partes, aunque ella ni al caso, como decían las chamacas, ni en el mundo te hacía.
Un día pasó por su lado sin reconocerlo, distraída en una plática con el tipo aquél. Claro que cuando uno se vuelve dueño de la calle es menos importante que el aire, los árboles o los adornos. Ahí me quedo plantado como esa Ceiba.
El fantasma que es uno, en lo que ha venido a parar, se queda triste y más triste sin poder llorar siquiera.
Cuánto diera por volver los pasos. Uno tuerce los caminos o los caminos lo tuercen a uno de tal forma que llegas a no conocerte.
Como el destino estaba marcado, se volvieron a reunir bajo la Ceiba y ahí seguimos hasta que esto se termine. Sólo ahí acabará mi tarea con este Pacho que ha preferido correr por la ciudad y hacerse dueño de la Ceiba del parque.
Y resulta que el trabajo de fantasma a veces suele ser bastante engorroso. “Sí, como no”, se burlan mis camaradas de profesión. No seas payaso. Ya sé que resulta raro vivir en este parque y que la mayoría prefiere estar en casas, bien protegidos, pero yo no elegí esta casa, la casa del árbol en el parque, la casa más grande, toda la ciudad, por la sencilla razón de que también es suya. Me refiero a mi “paquete”, es decir a mi trabajo en turno.
El día que te vuelves fantasma no tienes elección, debes aceptar cualquier misión que te caiga.
En este negocio de ser fantasma particular de un tipo como el que me ha tocado, hay que sufrirle mucho. Se supone que estoy junto a mi cliente, más que su sombra y protegerlo en todo momento para protegerlo si el peligro es inminente.
Me hubiera gustado encontrarle en otras circunstancias, pero ni modo, tú me tocaste en la repartición.
Me dijeron los jefes, “espera en la casona abandonada del centro, ahí va a recalar”.
Estuve ahí no se cuanto tiempo hasta que por fin apareciste por ahí y es que esa vez fue cuando te corrieron definitivamente de la casa que fuera de tus padres.
— ¡Aquí nada tienes qué hacer, desgraciado!
Estabas mojado y apaleado como perro de la calle. Bueno, en eso te habías convertido. Habías elegido la calle desde chamaco y ni las oraciones de tu madre, ni el cariño de tu primera y única novia, tus dos hijas. Nada. Tampoco funcionaron las corretizas de tus hermanos, no te volvieron al buen camino.
Te gusta la calle con una vocación absoluta. Qué más da.
Apareciste por la noche, con un morral donde iba todo tu equipaje, entonces estuve vigilante hasta que escogiste un rincón y te echaste a dormir. Habría que presentarnos, pero la verdad no sabía cómo. Ya sabía que estás bastante ebrio como para distinguirme y platicar sobre los acuerdos de convivencia, que así se llaman a estas primeras pláticas donde uno se presenta.
Te dejé dormir la mona por un rato, mientras merodeaba por ahí espantándote los ratones de la casa, que vaya si los había. En eso estaba cuando apareció en la puerta una sombra, que si yo no fuera un fantasma, me hubiera puesto pálido y me caigo para atrás. Era una cholita en busca de refugio como tú. Temblaba de frío la pobre, por eso se fue acurrucando a tu lado para sentir un poco de calor. Qué bien, me dije, ahora voy a tener que cargar con dos, vaya trabajito el que me han encomendado. A la mañana, los dos se miraron y eran tan semejantes en su aspecto que les causó tanta admiración su aspecto que terminaron en enormes carcajadas. Me llamo Chayo, pero me dicen la “Pinta”. Yo soy el Pacho.
—Qué ondas, ¿la jugamos juntos?
—Va.
Vaya forma de declararse su amor y establecer el pacto. Pero así fue, en esto no hay que esperar mucho romanticismo. Lo que sí hubo fue una gran comprensión. Por el día andaban juntos por la periferia en la junta de botes. A veces se conformaban con acabalar para la pacha y la soda y se iban bajo los árboles del parque a echársela lentamente. Lo malo era cuando venían los chotas a quererlos levantar. Sacárselos de encima era todo un reto porque les habían dado órdenes de mantener limpia la imagen de las plazas y parques. Entonces mejor se iban a la casona, aunque a veces estaba llena y corrían mucho peligro. Una vez se fueron a un cerro y ahí se quedaron, fue una tarde y una noche muy romántica que terminó cuando se terminó la pacha y vinieron los reclamos, por un tiempo se alejaron y cada uno le buscó por su lado. Yo me quedé con mi presa principal.
Estaba a mi cuidado pero era muy desagradable la tarea de estarlo vigilando. Era como si yo fuera un zopilote aguardando la muerte de la presa para caer sobre él. Se quedaba botado en cualquier sitio de la ciudad, donde le ganaba el trago. Cualquier banqueta daba igual, en los panteones reposaba sobre las lápidas y en sus delirios lloraba por su madre arrepentido de su conducta, a gritos parecía clamar su perdón. Detrás de esas lágrimas podía ver a la muchachita que era tan linda en la secundaria, su enamorada. La muchacha de la que uno se enamora para siempre, sin escapatoria. La llevaba en su mojado corazón, a todas partes, aunque ella ni al caso, como decían las chamacas, ni en el mundo te hacía.
Un día pasó por su lado sin reconocerlo, distraída en una plática con el tipo aquél. Claro que cuando uno se vuelve dueño de la calle es menos importante que el aire, los árboles o los adornos. Ahí me quedo plantado como esa Ceiba.
El fantasma que es uno, en lo que ha venido a parar, se queda triste y más triste sin poder llorar siquiera.
Cuánto diera por volver los pasos. Uno tuerce los caminos o los caminos lo tuercen a uno de tal forma que llegas a no conocerte.
Como el destino estaba marcado, se volvieron a reunir bajo la Ceiba y ahí seguimos hasta que esto se termine. Sólo ahí acabará mi tarea con este Pacho que ha preferido correr por la ciudad y hacerse dueño de la Ceiba del parque.
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